dijous, 24 de febrer del 2011

El gallo Kiko



Para Ana.


EL GALLO KIKO.



Cuento de corral.

Erase que se era un gallo que se llamaba Kiko, un poquito viejo ya pero con unos espolones ¡que ya, ya!.
Cuando Kiko aún era pollito, demasiado curioso, se escapaba en ocasiones de su casa y entraba en un corral que era un paraíso: daban buena comida y tenía unos palos para dormir muy suavecitos y cómodos en los que sus habitantes se despertaban con un sol muy bonito, y veían unos árboles y unas flores que les alegraban los días.
Lo malo era que llovía mucho y entonces, ni sol, ni árboles, ni flores.
El gallo era un poco tonto y nada peleón y se le daba una higa que sus gallinas hicieran lo que quisieran.
Entre los humanos, suele ser frecuente la expresión “es más puta que una gallina”, y con ello se echa un baldón sobre una honrada sociedad polígama en la que las gallinas se sienten muy felices de estar en el harén de sus amos y señores, los gallos.
Otra cosa es que las haya más o menos coquetas y quieran compartir sus amores con otros gallos. La mayoría de las veces, decían -o pensaban, para justificar sus veleidades- que era para comparar...
Pues bien, en una de aquellas excursiones, Kiko dio con una de las gallinas más coquetas y aprendió a tratarlas, porque la verdad es que, pensaba, son un poco raritas. Se conformó con eso y le fue cogiendo el gustillo, aunque volvía triste a su gallinero, porque aquello no le satisfacía del todo.
Un día fue a buscarle su madre, le echó una bronca de “no te menees”, que se oyó en todos los corrales próximos (¿es esto lo que tu padre y yo te hemos enseñado? ¡golfo! ¡andando con cualquiera!”), y le castigó sin salir hasta que le creciera la cresta del todo.
Triste, mohíno y avergonzado, Kiko se volvió a casa
Cuando fue mayor y ya tenía su cresta bien tiesa y sus plumas multicolores y brillantes, conoció a una gallina preciosa, toda ella blanca, que andaba con una gracia que le tenía embobado. La llamó Blanquita. Era la más coqueta del gallinero y Kiko abandonó a todas las demás. Pero un día, se puso muy malita y se murió.
Nuestro buen Kiko se había quedado sin Blanquita y sin padre ni madre, “ni perrito que le ladre”. El pobre vivía en el gallinero solito, porque todas las gallinas le habían ido abandonando poco a poco o se fueron muriendo.
Kiko estaba como muy triste y sin ganas de vivir.
De vez en cuando iba a un corral ajeno, pero las gallinas huían de él, porque tenían su propio gallo que cuando notaba algo raro, se ponía celoso, se le encrespaba la cresta y organizaba la marimorena, o sea que aquello se convertía en un verdadero gallinero, como dicen los humanos.
En una ocasión se echó a la carretera y llegó al corral de su antigua amiga pero ya había pasado mucho tiempo, y no quiso entrar ni verla pensando que habría envejecido y no estaría tan lustrosa como antes, o se habría muerto.
Tampoco quiso buscar otra más jovencita, porque no tenía ganas de pelea con otros gallos y, aunque no se lo quería confesar, tenía miedo a fracasar y eso, en un gallo como él, era inadmisible.
Así que el pobre Kiko no levantaba cabeza.
Fue a ver a uno que tenían por hechicero y decían que sanaba a los que estaban como él. Le mandó un maíz especial mezclado unos granos de alpiste y trocitos de insecto muy picaditos.
¡Pobre Kiko!. Ni por esas: no tenía quien le echara ese maíz especial, el alpiste se lo comían los pájaros, más rápidos que él porque eran jóvenes y los trocitos de insectos, le producían diarrea.
Asi que Kiko, cada vez estaba peor y deseaba morirse para ir al cielo de los gallos y las gallinas. Porque también ellos tienen un cielo. En una ocasión había oído a esos seres enormes, extraños e incompresibles que se llaman humanos, una canción en la que se hablaba de que los negritos buenos también van al cielo y él se preguntaba por qué los gallos no iban a tener también uno.
Kiko no se engañaba porque era bastante listo: si los gallos viven es para que las gallinas tengan pollos, aunque sea de una manera muy rara: envueltos en una caperuza blanca sobre los que se ponía la madre dándoles calor, hasta que salían los polluelos. Por cierto, que durante ese tiempo, no había forma de acercarse a la mamá, porque daba unos picotazos de miedo.
Y los humanos, que son bastante más brutos que los gallos, unas veces se comían los huevos rompiendo la cáscara y convirtiéndolos en una especie de tarta blanca rodeada de puntillas con una barriga amarilla enmedio donde untaban pan, o los movían con unos pinchos, les daban vueltas y también se los comían. Otras veces los dejaban nacer y cuando eran un poquito mayores los asaban al fuego y... se los comían. O les cortaban eso que gusta tanto a las gallinas y entonces los llamaban "capones"... y también se los comían. O sea que, en todo caso, los pollos de una forma u otra, acababan en sus estómagos.
O, misteriosamente, los metían en unas cajas enormes, todos apelotonados y los mandaban sabe Dios dónde. ¡Serán brutos!.
Pero un día, la vida de Kiko cambió.
Por casualidad encontró un corral donde un amigo le había dicho que se comía maíz del bueno. Había un par de gallos: uno estaba fuerte y se ve que era el amo de aquel harén. Por suerte no le hizo caso porque tenía una favorita que siempre estaba con él y le acompañaba a todas partes: comían juntos, dormían en la misma rama y estaban continuamente dándose el pico, cosa que a los gallos y a las gallinas les gusta mucho y suele ir acompañado de una puesta de huevos, de esos que las madre calienta para que salgan sus hijitos.
El otro era bastante más viejo que Kiko. Le faltaban plumas, las que tenía estaban sin el color brillante que tanto atraía a sus hembras; tenía la cresta como blancuzca, muy pálida, y se la caía para un lado. No buscaba pelea.
Así que, aunque entró con un poco de miedo, pudo comer maiz, insectos para llevarse al pico, e incluso trocitos de pan que les ponían en un cuenquillo y con los cuales se relamía el pico de rico que estaba.
Lo que más le sorprendió fue ver que al lado del gallo feo, que se llamaba Tábron, había una gallina de esas que hay que echarlas de comer aparte.
Se llamaba Tana y Kiko, desde que la vio se volvió tarumba.
Era algo mayor que una polluela. Desde luego estaba en edad de poner huevos de los que salen pollitos, o sea de esos en los que interviene el gallo y los dos lo pasan divinamente, y presentía que Tábron hacía lo posible para que asi fuera, pero que "¡si quieres arroz, catalina!". O no sabía o no podía.
Decíamos que Kiko se volvió loco por Tana.
Era... Kiko no sabía describirla.
Tenía la cabeza como el oro de brillante. El pico era perfecto. Con sus ojos parecía que el corral se iluminaba. Su cresta parecía una aureola; no era roja del todo, como suele ser, sino de un color un poquito más fuerte que el resto de la cabeza, con la que formaba un conjunto fantástico. Alrededor del cuello las plumas adquirían una tonalidad más intensa, de forma que todo el lomo adquiría un brillo que refulgía como el sol. Tenía las plumas moteadas con manchitas más oscuras que le daban un aspecto distinguidísimo. La pechuga era redonda, como una manzana, prominente -sin ser exagerada como en algunos casos que Kiko no soportaba-; Kiko pensaba lo delicioso que debía ser pasar el pico por encima de aquellas plumas probablemente más suaves que la hierba recién nacida. Incluso pensaba que darle algún cariñoso picotazo en ella debía ser lo más parecido a ese cielo de los gallos en el que él con frecuencia pensaba.
Pues ¿y sus andares?. Andaba derecha, movía sus patitas -de color de rosa- con un ritmo y una cadencia que se parecía a eso que los humanos llaman "bailar" y al mismo tiempo, su cabecita iba de delante para detrás con un movimiento exactamente sincronizado con los pasos que daba.
Las pequeñas plumas de su cola que terminaban en una punta perfecta, eran una especie de reclamo difícil de resistir.
Pero siempre estaba al lado de Tábron y eso Kiko, no lo entendía y además, le fastidiaba terriblemente.
Aquel grupo era agradable. Le recibieron bien. Las gallinas con un cloqueo de bienvenida. El gallo joven le hizo alguna reverencia y se fue con su inseparable compañera sin preocuparse demasiado porque el recién llegado ya no estaba para historias. En cuanto al gallo viejo... fue Kiko el que no le hizo el menor caso. Saludó a su compañera con un espectacular erizamiento de las plumas del cuello y un ki-ki-ri-ki completamente extemporáneo porque era media tarde. Ella le correspondió moviendo la cabeza de un lado a otro, mirándole con los dos ojitos de color miel.
Ante tan buena acogida, les acompañó en su abundante comida, procurando acercarse a Tana.
Pasó con ellos la tarde y después, tristemente, se volvió a su solitario corral. Todos le despidieron con unos sonidos que en su idioma significa "vuelve pronto".
Y volvió. ¡Claro que volvió!. Un montón de veces. Y cada día estaba más perdidito por Tana quien enseguida se dio cuenta del efecto que causaba en Kiko y aunque era un poco viejo, su naturaleza femenina y su tendencia -obligada- a seguir a su amo la hizo coquetear ante Kiko de forma tal, que éste casi perdió los espolones, que por el contrario se le pusieron afilados como puñales dispuestos a todo.
Y una tarde en la que ya venía lanzado, al verla, abrió sus alones hasta que llegaron al suelo, se encresparon las plumas de su cuello, se le inyectaron los ojos y se lanzó como una bala hacia ella que, un poco asustada, empezó a pedir ayuda con todas sus fuerza y a correr a toda pastilla en busca de Tábron.
El revuelo en el gallinero fue de los que hacen época.
Y apareció Tábron renqueando, y bastante cabreado porque le habían despertado de su siesta. Al enterarse de lo que pasaba, abrió sus plumas, poco porque no daban para más, las cuatro que tenía en el cuello hicieron una especie de sombrajo y tratando de aparentar unos espolones que más bien se parecían a unos palitos enclenques, como esos con los que los humanos se hurgan en los dientes en lugar de limpiarse el pico con las plumas, como Dios manda y que es lo más limpio y decente, se dirigió hacia Kiko.
Kiko le vio llegar.
Se hizo el silencio en el gallinero, presintiendo una tragedia.
Kiko vio que Tábron, se le acercaba poco a poco, inseguro y bastante temeroso.
Y entonces ocurrió algo rarísimo.
Kiko miró a Tana que, asustada, presenciaba con su ojo izquierdo lo que estaba ocurriendo y temiendo lo peor.
Entonces Kiko, lentamente, recogió sus alas, bajó las plumas erizadas, se acercó a Tábron, reduciendo el espacio que los separaba y -muy despacio- bajó el cuello y lo puso en el punto en que sabía que caería el primer picotazo.
Y así fue.
Tábron le clavó su pico con poca fuerza, es verdad, pero la suficiente para que brotara un chorrito de sangre. Kiko no se movió y Tábron, envalentonado, volvió a picarle y trató de clavarle los espolones, que apenas arañaron a nuestro amigo.
Kiko que había puesto sus ojos en Tana, no los apartaba de ella.
La gallina, por su parte, sorprendida al principio, comprendió enseguida lo que pasaba y mantuvo la mirada de Kiko que poco a poco iba perdiendo su vida ante un Tábron enloquecido y, por cierto, casi asfixiado por el esfuerzo y por la locura del momento.
Y Kiko seguía mirando a Tana.
Y aunque la miraba, llegó un momento en que ya no la vio. Sus ojos se habían quedado sin pasión, sin brillo, como cristalizados, pero reflejando la imagen de Tana en ellos.
Y cuando llegó al cielo de los gallos -comprobando que efectivamente existía- seguía teniendo la imagen de Tana en sus ojos y Kiko sabía que no se le borraría en toda la eternidad.
Mientras tanto, el cloqueo en el gallinero fue de antología: las gallinas chillaban, los gallos lanzaban ki-ki-ri-kis lúgubres, el joven se lanzó sobre Tábron y no le mató porque su compañera le dijo, a su manera:
Déjale. Que no haya más muertes... ya lo pagará. Además, fíjate como está.
En efecto, Tábron estaba exhausto y a punto de que le diera una apoplejía.
¿Y Tana?
No se recuerda en la historia de las gallináceas, que ninguno de sus miembros haya llorado jamás, pero mirando a los dos ojitos de miel de Tana, se podía ver una especie de membrana muy fina, acuosa, que casi los tapaba y que, desde luego, apagaron su brillo.
Si algún humano la hubiera visto, como entienden tan poco de estas cosas, seguro que habría dicho:
¡Esta gallina está llorando!.
Tuiriz 4 de Agosto de 2008.





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